
Su tronco parecía un florero esmaltado con peciolo de plata y rubí, sus hojas largas como flechas flexibles al viento, nos brindaban sombra del sol y nos amparaban de las torrenciales lluvias, si te hallabas al pie de su copa. No había casa que con ella se podía comparar, con su palmera que se mecía graciosa y galante recreando su pueblo y a sus hadas. Bajo sus sombras solía el búho escribir sus versos en sus laureles de invierno, en su silla tallada en cuero inhalando el perfume del jardín.
De los pretiles, las tupidas campanillas blancas y moradas, con sus tallos retorcidos como venas, escalaban pilares abriendo sus corolas encendidas como sutiles mariposas fragantes y primorosas. La higuera al borde del patio, nos ofrecía sus ricos higos con su gotita de miel.
En las mañanas al despertar el día, se levantaba el sol por el oriente con su cabeza redonda como un niño travieso enamorado de las azucenas y las rosas; y, enjambres de mariposas de cien colores, jugueteaban por todas partes, por el jardín, por el patio, por los prados y ese lindo picaflor, cotejaba y confundía su plumaje con una y otra flor y al perderse en forma zigzagueante en el espacio aéreo.
Al frente de la casa había una chacra, allí mis abuelos sembraban maíz, habas, papas, para el consumo de la casa. Los animales pastaban en la chacra, las gallinas gozaban de la humedad del suelo y del sol ni se diga; volvían al patio cuando querían grano, comían y nuevamente salían hasta la hora de dormir. Se les conocía por su color, flor de habas, la negra, la colorada, la blanca, etc.. Los gallos junto a las gallinas siempre orgullosos y soberbios paseándose en le patio como dueños de casa. El caballo y la vaca colorada pensativos con sus ojos negros azabaches en sus sesteros al fondo del corral.
Ahora en esta casa de los recuerdos sólo existen muros yertos y telarañas que año tras año van abriendo las paredes, los aleros y maderas de los dinteles.
De las abrazaderas de los pilares, pendían sogas de cuero cabalgadas con guayungas de maíz dispuesto para la cancha y al fondo del alar había un horno con su seno curvado su urna reluciente que nos brindaba el cotidiano pan sonriendo con ironía junto a las palas y hurguneros.
A esta bendita, visitaban de todas partes, humildes, pudientes, frailes y magistrados, profesores, artistas, en busca de alguna información; es decir, sin temor a dudas el Búho, seudónimo de Pedro A. García Escalante. Era un hombre genial, extraordinario, gran maestro, ponderado y de espíritu culto y cordialmente humano, epónimo de su pueblo.
Aquí en esta casa de remenbranzas vivió los últimos años de su vida, con cierto olor a olvido, como mueren muchos hombres de erudición.
Ahora todos estamos dispersos sólo queriéndonos encontrar, añorando su grandeza.
Mientras tanto junto a la puerta vieja de la cocina, debajo del gallinero, veo una flor de malva que resalta primorosa y fragante con su corola encendida entre las piedras del pretil.
Soledad, silencio... soledad de hielo, silencio de muerte que nos transporta a llorar a otro mundo.
Rubil Osiris